Bicho feo... Bicho feo…
El canto del Benteveo rompía el silencio de aquellos gloriosos
domingos, al comenzar la tarde en 'El Bosque' (parte de lo que después sería La Costa de Oro en Canelones). La hamaca, de tres cuerpos con su toldo correspondiente, mecía
el aire del verano. El sol se filtraba entre los eucaliptos, dibujando formas
caprichosas en el suelo de ladrillos rojos. En frente, el singular parrillero con espadas para hacer el
asado como spiedo, conservaba el aroma a leña y a carne recién cocinada. La
familia ya sesteaba. Mientras los mayores desaparecían en el interior de la
casa, con mi prima compartíamos el silencio de la tarde y a veces la otra
hamaca, la paraguaya, mientras intercambiábamos a Chip y Dale, Superman o al
Pato Donald entre otros.
La rutina se repetía. Llegábamos sobre las diez y cada uno tenía
su tarea asignada. Las mujeres se afanaban en barrer las persistentes hojas de
eucaliptos que tapizaban el exterior de la casita mientras el abuelo-patriarca
comenzaba a encender los altos hornos (el parrillero), donde luego carne y
chorizos aromarían la manzana. Pero antes de comenzar el ritual culinario,
llevaba a la familia a la playa para poder cumplir en paz con el ritual
necesario del asador. Entonces era el momento de pertrecharnos con la lancha
roja, la ballena inflable, y todo el arsenal de baldes y palitas que nos
permitirían eludir la insoportable inmadurez de los mayores.
Luego venía el regreso a la casa donde se desplegaba el
arsenal de entremeses pergeñados por las damas: pizzas, tortas de fiambre y
etcéteras. Todo esto regado por refrescos (y supongo hoy que otros licores)
debidamente enfriados en el tacho con las barras de hielo que se habían
comprado en el viaje de ida. Llegaba entonces el gran momento, donde la mesa se
cubría de los manjares asados, entre diversas exclamaciones de los comensales.
Terminada la siesta y entre caras congestionadas, el tío nos
llevaba al lago de El Bosque, donde hacíamos acopio de renacuajos en diversos
frascos, con la esperanza efímera de tener luego en casa nuestro propio
acuario.
Finalmente, al caer de la tarde, tocaba el regreso, con la
famosa frase de la tía Bebucha, que una vez todos acomodados en el coche, al
iniciar la marcha decía: ”adiós casita, adioooos...”
Como olvidar aquellos domingos si la vida transcurría lenta y
parsimoniosa, y era una promesa de felicidad.
Hoy, luego de transitar tantos años, tantos problemas, y
comprobar que vivir es tan complicado, no puedo dejar de dar gracias por tener estos recuerdos. Sé que conocí un espacio de felicidad con toda la familia
reunida, y un sol estival que acariciaba mi ingenuidad hasta hacerla plena.
La vida sonreía... Y cada lágrima derramada al escribir esto vale la pena.
Ojalá que otros puedan atesorar recuerdos como éstos: raíces
que nos sostienen.
(Dibujo: Martín Lago)